Ayer participé en la asamblea del grupo de salud formado a raíz de la acampada en la Puerta del Sol. Desde hace unas semanas se está elaborando un manifiesto que sirva de herramienta de trabajo para poder trabajar este tema en los diferentes barrios donde ha comenzado a desarrollarse la dinámica asamblearia.
A través de las asambleas y de la lista de correos van llegando informaciones y debates. Se trata de un tema apasionante y con mucho puntos "calientes" que merece la pena revisar, como efectivamente se está haciendo.
Pero hay uno de ellos que cobra especial relevancia por lo que supone de desafío de encuentro entre dos mundos muy separados: el de la medicina convencional y el de las medicinas "naturales" o no convencionales. Ayer de nuevo insistieron representantes de estas medicinas en que para ellos es importante ver reflejados determinados puntos que consideraban esenciales para reflejar su situación y la realidad de que sobre la salud hay diversas concepciones y paradigmas, siendo su línea de trabajo respaldada por un numero importante de personas en nuestra sociedad.
Hay que reconocer que este es un tema que nos "calienta" fácilmente a los que nos hemos formado en la obediencia y respeto casi sagrado a la ciencia. Enseguida afloró el desencuentro y la tensión, junto con algunas acusaciones mutuas, siguiendo el guión que suele ser habitual cuando profesionales de las diferentes líneas se ponen a hablar.
Pero lo que más me llamó la atención fue el esfuerzo que hicieron algunos buenos representantes de la ciencia y la evidencia para cerrar la discusión con consignas como "sólo se puede aceptar lo validado por el método científico" o "es necesario que estas terapias demuestren eficacia", partiendo, por supuesto, de la concepción de eficacia que manejamos habitualmente en el mundo sanitario convencional.
Nadie duda de los avances que se han realizado gracias al método científico, y la utilidad que sigue teniendo. Pero si pasamos a convertirlo en algo sagrado e inviolable, en una nueva religión de la que somos sus profetas y sacerdotes capaces de separar el trigo de la paja, en un arma para cerrar procesos en vez de para acompañarlos... Sin darnos cuenta dejamos atrás nuestra supuesta objetividad científica tomados por el ardor del guerrero, evidenciando que todo, incluso la ciencia, está bañada y condicionada por la subjetividad. Esto se hace especialmente patente en las apasionadas defensas de la ciencia que hacen personas como Mario Bunge y Silva Ayçaguer. Merece la pena leer en este sentido a Emmanuel Lizcano, sobre todo el artículo La ciencia, ese mito moderno, y a Steve Woolgar en su obra Ciencia, abriendo la caja negra, del que es posible también poder leer un buen resumen, para así poder situar la ciencia moderna frente a sus límites.
Está claro que cuando dos mundos con pretensión de verdad absoluta se encuentran, de ahí no puede surgir más que la lucha por la aniquilación del contrario. Pero si se se encuentran desde el respeto y el deseo de comprensión del lenguaje del otro (que por ser tan diferente obliga a descuadrarse del propio paradigma, al menos en parte, para poder dialogar con él), se puede avanzar algo en común.
Y esto es clave, sobre todo dentro de procesos que pretenden acercarse y dar voz a la gente. Esto supone renunciar al poder otorgado por la propia ciencia que respalda la profesión y escuchar las razones del otro, que, contra toda evidencia, puede elegir cuidar de su salud de muy diversas maneras, no por ser un ignorante, sino por ser consciente de cuáles son sus prioridades. Y está claro que las prioridades de los "enfermos" son muy diferentes de las de los "doctores".
P.D. Aunque parezca increíble, ayer fue posible alcanzar el consenso. ¡Todo un logro!
No hay comentarios:
Publicar un comentario