La obtención del derecho a la atención
sanitaria ha sido una de las conquistas sociales más importantes de la segunda
mitad del siglo XX, un bien público equiparable al derecho al voto, la educación
o tener una pensión Un referente histórico de los países con sistemas
sanitarios públicos financiados directamente con impuestos fue el National
Health Service británico que en 1948 propuso una
asistencia preventiva y curativa para “todo ciudadano sin excepción”. Junto al
Reino Unido, los países nórdicos y otros países europeos siguieron procesos
parecidos estableciendo sistemas sanitarios según los principios de
financiación pública, acceso universal y una amplia oferta de servicios sanitarios
con independencia de los ingresos, posición social o lugar de residencia.
En
España ese proceso fue tardío. Durante el periodo final de la dictadura franquista
dos tercios de la población tenía alguna cobertura sanitaria. En 1978, cuando la
Constitución estableció el derecho a la protección de la salud ciudadana,
cuatro de cada cinco personas estaba ya cubierta por la Seguridad Social. En
1986 se produjo un cambio fundamental cuando la Ley General de Sanidad sentó las
bases de un Sistema Nacional de Salud (SNS) que amplió la cobertura y proveyó atención
sanitaria de mayor calidad para casi toda la población. En esos mismos años,
sin embargo, el sector sanitario público se situó bajo el punto de mira de gobiernos
conservadores, instituciones internacionales y grandes empresas (farmacéuticas,
seguros, tecnológicas y hospitalarias), aumentando progresivamente la presión para
mercantilizar la sanidad. La razón es fácil de entender: en una fase de
estancamiento capitalista y reducción de beneficios, la atención sanitaria era
un lugar ideal para hacer negocios. En 1987 y 1993 dos relevantes informes del
Banco Mundial ya plantearon la necesidad de adoptar criterios mercantiles,
desinstitucionalizar la atención sanitaria y otorgar un mayor papel a las aseguradoras
y prestadores privados de servicios. No olvidemos que los sistemas sanitarios
público y privado son como “vasos comunicantes”: para que el privado tenga posibilidades
de lucro primero hay que desprestigiar, debilitar o “parasitar” al público.
En 1991,
el “Informe Abril” se convirtió en el primer intento serio
de promover la mercantilización del sistema sanitario en España. Se abogaba por
mejorar su eficiencia mediante la separación de la financiación pública
de la provisión de servicios o la instauración de conceptos como la “prestación
adicional” y “complementaria” cofinanciados por el usuario. Los argumentos
ideológicos, repetidos desde entonces hasta la saciedad, son bien conocidos: el
sector público es “insostenible” y “burocrático”, el sistema privado es “más
eficiente” que el público, “la salud pertenece al ámbito personal”, los
usuarios son responsables de “abusar de la sanidad”. Ni la investigación
científica ni la propia OMS confirman esos supuestos.
La sanidad pública es más equitativa (sobre todo cuando tiene financiación
suficiente finalista), eficiente (sobre todo si se impulsa la atención
primaria) y tiene más calidad que la privada (con las excepciones del confort y
el tiempo de espera).
A finales
de la década de los 90 el proceso mercantilizador se acelerará. En 1997, bajo el gobierno de José María Aznar, el PP aprobó (con el
apoyo de PSOE y PNV) la Ley 15/97 que permitía la entrada de entidades privadas
en la gestión de los centros sanitarios públicos, y en 1999, con la construcción y gestión del hospital de La Ribera en Alzira,
se abrió el camino a la mercantilización de la sanidad y el fomento a
“modelos de negocio” privados. La Generalitat
valenciana del PP de Eduardo Zaplana lo puso en manos de un consorcio formado
por el grupo Ribera (gestión sanitaria), Adeslas (aseguradora médica), Lubasa
(inmobiliaria) y Dragados (constructora). En Madrid, la cesión en 2005 del
hospital de Valdemoro a la empresa de capital sueco
Capio se convirtió, bajo el PP de Esperanza Aguirre, en la punta de lanza de la
construcción de centros privados. En Cataluña, se configuró históricamente un
sistema de gestión sanitaria mixto donde junto a los hospitales públicos hay una
extensa red de centros semipúblicos con una amplia presencia de instituciones
locales y grupos privados y eclesiásticos, y un modelo público con una concepción
empresarial. En 1995 se aceptó el ánimo de lucro en la gestión de la sanidad
pública, y las sucesivas reformas legales de CiU y el tripartito (PSC, ERC;
ICV-EUA) reforzaron aún más el llamado “modelo catalán”. La reforma del Institut
Català de la Salut de 2007 y la llamada “Ley Omnibus” contemplaron la
posibilidad de que los hospitales públicos alquilaran operadores privados en las
plantas cerradas o los quirófanos que dejaran de operar por las tardes.
A lo largo
del proceso histórico sucintamente resumido, las estrategias para mercantilizar
y privatizar la sanidad han sido permanentes, un goteo
constante. El resultado ha sido reducir progresivamente
la capacidad asistencial de los centros públicos, cerrándose camas, consultas y
quirófanos hospitalarios, restringiendo urgencias ambulatorias y alargando las listas
de espera. A decir de políticos tan significados como Esperanza Aguirre o Artur
Mas, se trata de reducir la sanidad pública a su “núcleo básico” manteniendo la
gratuidad de los servicios sanitarios imprescindibles. Si las clases
medias dejan el sistema público, éste se debilitará y convertirá básicamente en
un sistema de y para los pobres.
Bajo el
discurso de una supuesta insostenibilidad financiera, haber “vivido por encima
de nuestras posibilidades” y con una población en “shock” por la crisis actual,
tras el goteo, llega ahora el turno al chorro de agua helada en forma de un Real
Decreto-Ley (RDL 16/2012, 20 de abril) que comporta pasar de un sistema nacional de
salud a un sistema tripartito basado en los seguros sanitarios para los ricos, la
seguridad social para los trabajadores y la beneficencia para el resto de
personas. El RDL del gobierno del PP es una contrarreforma sanitaria que nos lleva tres
décadas atrás. Primero, porque se pasa de un sistema financiado con impuestos directos a un sistema basado en la
financiación de un modelo de seguros con el pago del afiliado (asegurado) o el
protegido (beneficiario) por la Seguridad Social y numerosos copagos. Segundo, porque
se renuncia a la atención sanitaria
universal excluyendo a los sectores más débiles de la sociedad española:
inmigrantes sin papeles y discapacitados con una discapacidad menor del 65%,
entre otros colectivos. Tercero, porque se establecen tres niveles de servicios
sin definir aún, lo que apunta a una reducción de las prestaciones básicas y la
generación de un sistema de beneficencia que “arrastrará” a la clase media hacia los
seguros privados con prestaciones complementarias sometidas a repago. Millones de de
pensionistas, cuya economía raya en la subsistencia, deberán realizar “repagos”
(un “impuesto sobre la enfermedad”) según su nivel de renta (una gestión que es
compleja e injusta), y pagar por fármacos que sirven para “síntomas menores”. Y cuarto, ya que se niega la
sanidad a inmigrantes o personas enfermas socialmente excluidas, el “nuevo” sistema
acarreará problemas de salud pública con la saturación de los servicios
de urgencias y la probable aparición de epidemias. Además, es un modelo
implantado en forma autoritaria y anticonstitucional que producirá graves problemas
de salud y desigualdades, especialmente en pobres, enfermos crónicos,
discapacitados y quienes deban desplazarse a los centros sanitarios. Ese
modelo significa “avanzar” hacia una
sanidad mercantilizada, injusta, que rompe el concepto de ciudadanía y
solidaridad social, que abre paso al clasismo, la desigualdad y es el fin del
derecho universal a la sanidad y la salud.
Los
sistemas de sanidad públicos, accesibles, con organización y gestión
esencialmente públicas y una elevada calidad de prestaciones, ofrecen resultados
globales de salud mejores que otros modelos. Que el
sistema sanitario público pueda mejorar su
eficiencia (con más atención primaria y menos gasto farmacéutico), calidad (con
más atención en salud mental por ejemplo) y equidad (protegiendo a toda la población)
no puede ser excusa para que las fuerzas económicas y políticas que favorecen
la mercantilización sanitaria destruyan un modelo conseguido a través de largas
luchas sociales. La atención sanitaria debe ser un derecho ciudadano independientemente
de la condición social y el lugar donde se viva y no una mercancía que sólo consuman
los “clientes” que puedan pagarla.
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