El profesional
Cuando yo era niño, estaba muy claro quién era un profesional. Si era
un hombre, traía mira telescópica, y si era una mujer, ligueros. Los demás
tenían su oficio o simplemente trabajaban. Sin embargo, hoy, cuando una
persona se presenta ante sus congéneres, se lleva la mano al pecho y dice «soy
un profesional», como si se tratara de la definición más amplia y benévola de
su condición mortal.
El proceso de generalización es muy
característico de lo neofeudal. La complejidad debe ir agrupándose y disolviéndose
en grandes bloques. Como ya hemos visto, existe un imperativo por parte de la
hegemonía para que pasemos de lo concreto a lo genérico. Como periodista,
recuerdo que antes se decía que trabajabas en un periódico, pero pronto pasó a
ser un medio y ahora se le suele definir como producto. De la misma manera, un
sastre, por ejemplo, pasó a ser un empresario y ahora gusta de calificarse como
emprendedor, una categoría no laboral sino moral y genérica de la existencia.
En esa misma línea, «profesional» es un término que ha conseguido aglutinar
casi toda la actividad humana. Ser profesional no señala un sector o una
habilidad, es una predisposición, una actitud.
Antes alguien tenía una profesión cuando
dominaba un saber técnico concreto y además encajaba en las normas éticas y
de comportamiento social de sus semejantes. Alguien inscrito, y al corriente de
pago, en el colegio de abogados ejercía una profesión, mientras que un tipo que
reparaba bicicletas por su cuenta tenía un oficio. Esa connotación ha sido
abolida. Ya no existen las profesiones, pero sí se ha extendido el
comportamiento profesional, es decir, obediente a las reglas. Si nos remitimos
a la etimología de la palabra, veremos que cuadra de manera sorprendente.
Profesión viene de pro-fateri, un
verbo que significa admitir, confesar, aceptar; de ahí que se diga «profesión
de fe». Por lo tanto, ser un profesional no tiene nada que ver con una
habilidad o un conocimiento técnico: se trata de alguien que profesa, que sigue
con fe las reglas establecidas.
Y llegamos a donde queríamos. El mito de la profesionalidad es un
inhibidor ético de una eficacia absoluta. Un profesional en ejercicio de «su
profesionalidad» pierde su capacidad de elegir, de distinguir entre el bien y
el mal. Hay una suspensión de la persona, del individuo a fin de que actúe ese
eslabón social que es el profesional.
Un soldado que ametralla civiles, un empleado judicial en un
desahucio, un MBA que despide a trabajadores para dar beneficios a los
accionistas, o el trader que hace
subir el precio del trigo para ganar más con unos contratos de stock options. Todos ellos necesitan un
amparo social para hacer el mal. Una descarga moral. «Yo sólo hago mi
trabajo», dicen, lo que supone que mi ocupación deja partes de mí fuera de mis
acciones, me aliena, pero a su vez me libra de juicio. El profesional ya ni
siquiera necesita utilizar aquel socorrido «yo cumplo órdenes». Anteriormente,
los mandatos necesitaban dos juicios morales: de quien da las órdenes y de
quien decide obedecerlas. Por el contrario, el profesionalismo, al erigirse
como un credo impersonal, evita ese mal trago, y da paso a la justificación
«hago eso porque es "la profesión" la que me obliga». Desde el gran
banquero hasta el empleado de ventanilla que sugería la firma de la hipoteca,
todos utilizan la misma explicación, todos niegan haber sido ellos. Ahora
bien, apelar a la profesión es etimológicamente lo mismo que confesar, por lo
que las acciones indecentes hechas bajo el amparo de la profesionalidad no son
más que burdas confesiones.
Otra virtud del culto al profesional es su horizontalidad. No importa
si vendes kalashnikovs o eres animador infantil; si trabajas como becario
precario o como predador financiero, todos somos iguales (tenemos los mismos
derechos), pues todos actuamos como profesionales, y ese profesionalismo
delimita nuestro espacio y nos invita a no movernos de allí. «Me acaba de abrir
la cabeza, agente.» «Lo siento, soy un profesional. Hago mi trabajo.» Este
matiz performativo es decisivo. El profesional sólo puede representarse ante
los demás con su gesto, con su actuación, y la elusión de la responsabilidad es
el premio que se obtiene por una exigencia de eficacia. Un amateur puede hacer
las cosas más o menos bien, a su aire; al profesional se le exige un
escrupulosa obediencia. Como los siervos medievales, hay que hacer sólo lo que
toca hacer, porque de lo demás se encargarán el señor y Dios.
Otro aspecto interesante, y directamente relacionado con el tema del
profesionalismo, es la puesta en valor del tiempo vital y, por ende, la
esquizofrenia que se genera entre la vida misma, entendida como consciencia
sobre el discurrir del tiempo, y el tiempo como mercancía. Si comparamos a
Fernando Pessoa y Lucía Etxebarria lo veremos claramente, aunque ya sé que es
difícil saber con cuál de los dos magos de las letras quedarse. Pessoa trabajaba
como traductor y en sus horas de ocio escribía cositas. Obviamente, como
Pessoa soñaba con el regreso de un tiempo más noble regido por el rey don Sebastián,
no discernía entre «tiempo de trabajo» y «tiempo de vida». En oposición, Lucía
Etxebarria declaró en 2011 que dejaría de escribir porque su tiempo como
narradora no le era rentable a causa de la piratería. Ella, muy profesional,
entiende que su tiempo debe ser constantemente puesto en valor, y si el tiempo
dedicado a la literatura no es rentable, hay que abandonarlo. Para un
profesional, el mayor pecado es que las horas no sean rentables; es tiempo
perdido, en suma. Y ahí reside la diferencia radical entre un amateur como
Pessoa y una profesional como Etxebarria: la consideración de la propia vida,
contabilizada en unidades de tiempo, como mercancía enajenable.
Genial, ha puesto en palabras lo que he pensado tantas veces. Esto es sumamente peligroso... Ese distanciarse de tus actos, esa deshumanización escudándose detrás del "es mi trabajo"... Como si durante tus horas de trabajo dejases de ser tú, de ser un ser humano, y pasases a ser solamente la pieza de la maquinaria laboral... No puedes desprenderte de tu humanidad a voluntad...
ResponderEliminarlo peor es que se supone que este es el modelo a seguir, de lo que debemos estar orgullos@s, lo que nos permitirá dormir con la conciencia tranquila... sin responder a nuestra verdadera responsabilidad, que es poner lo que sabemos (gracias al privilegio de haber tenido la oportunidad de acceder a unos estudios superiores, por ejemplo) al servicio de lo común.
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