DERIVAS DIABÉTICAS
LO INNEGOCIABLE
Cada enfermo diabético vive
su enfermedad en el contexto de su red social personal, que, junto al sistema
profesional que lo trata, produce informaciones, comunicaciones e interacciones
que influyen en sus comportamientos y
saber, pero la enfermedad le individualiza inevitablemente, de modo que termina
generando pensamientos y reflexiones que cristalizan en un esquema referencial,
mediante el que valora las sucesivas situaciones por las que atraviesa en la
carrera interminable de la enfermedad, decide respecto a sus prácticas
cotidianas y construye un pronóstico sobre el futuro. La actividad relacionada
con el esquema referencial no sólo es personal, sino que es relativamente opaca
u oculta a los profesionales que lo tratan y a las personas de su red personal.
El curso de la enfermedad
requiere de restricciones cotidianas permanentes, que son difíciles de asumir.
En estas condiciones el enfermo tiende a definir un área de su vida que es consciente
y relativamente liberada de las restricciones, conformando así una “reserva de
vida”, que es, bien innegociable, o difícilmente negociable, tanto con su red
personal como con el sistema profesional. Se trata de unos mínimos de prácticas
gratificantes de vida, que se conserva aún a pesar de los peligros que
conlleva. Así se constituye una contabilidad de la vida, cuyos contenidos son
los cálculos sobre las gratificaciones y los riesgos. Este es el espacio
reservado difícil de negociar, que varía en cuanto a su racionalización y en
cuanto a su exteriorización.
Cuando debuté como diabético
dependiente de la insulina, desempeñaba una actividad profesional docente muy
intensa. Participaba como profesor en másters y distintos cursos de postgrado,
cuyos alumnos eran tanto profesionales sanitarios como integrantes de los
primeros regimientos de gerentes que desembarcaban en el sistema sanitario blanqueados
con el camuflaje profesional. Las actividades se desarrollaban en sesiones de
cinco horas, generalmente por la mañana, de nueve a dos. Estas sesiones las
compatibilizaba con mi docencia en la facultad de sociología y otras
actividades que, en algunos meses, desestabilizaban mis horarios, perjudicando
el buen control de la diabetes.
Tanto las sesiones con
profesionales sanitarios como en las clases de la facultad, que impartía a
primera hora de la mañana, me planteaban un problema. Si estaba en ayunas con una
glucemia inferior a 140, me encontraba con muy poca energía, incluso en alguna
ocasión cercano a la hipoglucemia. En este estado era imposible cumplir con los
requerimientos de una sesión de cinco horas. Cuando consulté a un endocrino
reputado, me recomendó que me jubilara. Con dos médicos más tuve la misma
experiencia, y también con alguna enfermera. Me trataron con cierto desdén. Para
ellos mi vida se agotaba en la enfermedad, que se sobreponía a todo lo demás.
No había nada que pensar ni ajustar, todo se encuentra subordinado al dios del
estándar de la hemoglobina glucosilada. Se sobreentiende que el control de la
enfermedad desplaza todas las esferas de la vida y conforma los sentidos de la
misma.
Mi decisión fue justamente la
contraria. Yo, Juan Irigoyen, mayor de edad, enfermo diabético, que no me sé el
número de historia ni me lo quiero aprender, decidí que iba a crear una de esas
reservas de vida innegociables. Esta era mi voluntad, realizar mi vida
profesional subordinando el control de la diabetes a la misma. Esta decisión conlleva
contrapartidas, como son los posibles efectos negativos en el medio y largo
plazo. Pero a favor está mi identidad diabética,
que aspira a compatibilizar ambas cosas, rechazando una vida vacía y dependiente, cuya recompensa
era superar el promedio de la esperanza de vida, sin haber hecho nada gratificante
en los últimos años, más que ser un ser relativamente vivo, centrado en la
administración diaria de mis glucemias y mis tiempos, siendo recompensado
mediante algún premio simbólico a la obediencia, en actos en los que pueden llegar
a concerderte una medalla o llevarte de excursión. No, eso no. No quiero que mi
vida sea eso.
Ahora voy a contar la
complejidad de la situación derivada de mi decisión. La primera cuestión es la
soledad radical, en tanto que presentar mi decisión respecto a esta área
innegociable, se entiende por los profesionales como algo equivalente a la
rebelión, poniéndose de manifiesto el autoritarismo oculto que subyace en la
asistencia médica. He tenido que aprender en solitario. El problema es el
siguiente: Si he decidido continuar con mi vida profesional, y esto afecta a mi
control metabólico, es preciso explorar la posibilidad de tomar medidas que
compensen y reduzcan los efectos negativos de los tiempos de intensa actividad profesional.
Es importante conocer los efectos de los períodos problemáticos, así como buscar
y ensayar posibles soluciones. Porque una decisión como esta, puede llevar a un
proceso de abandono desbocado. Es preciso determinar cuáles son los límites.
Este es el problema que he
tenido que resolver yo sólo, sin acompañante profesional, porque cuando he
consultado las respuestas han sido elusivas respecto a mi vida, que no tiene el
rango necesario para que puedan ser objeto de análisis, para acompañarme en la
busca de alternativas en mi rompecabezas biográfico. Es más cómodo tratar
autómatas programados definidos por cifras
que se pueden manipular. Me parece lamentable leer una buena parte de
literatura médica sobre la diabetes, en la que los enfermos siempre aparecen definidos
por magnitudes y proporciones respecto al colectivo de enfermos, como si fuesen
piezas para ensamblar, minerales o vegetales, que sólo tienen propiedades
reducidas a dimensiones que se puedan medir o pesar. He tenido el privilegio de
plantear mi caso en cursos y foros de profesionales, en donde ha generado
algunas discusiones y reflexiones. Me han llegado a amenazar con la ceguera y
otros males del mismo rango, pero no pocos profesionales han aceptado y compartido
el problema. Pero en la consulta nunca he encontrado empatía alguna. En la
misma se volatiliza mi condición de sociólogo
y profesor para transformarse en un enfermo, que incuestionablemente se
inscribe en el severo y riguroso orden médico. En ella soy despojado de mi
personalidad y reducido a la etiqueta diagnóstica.
Ahora voy a introducir un
concepto procedente de mi experiencia personal que es muy importante. Se trata
de lo que llamo el resarcimiento. En
una enfermedad sin final, abocado a
restricciones severas, el enfermo tiende a descubrir que puede aprovechar
algunas ocasiones u oportunidades para resarcirse de sus sacrificios. Otro día
contaré mi compleja relación con lo dulce y con el chocolate en particular.
Pero en el caso de hoy quiero manifestar que cada sesión de cinco horas o
mañana sobrecargada, que tengo que afrontar inexorablemente con la glucemia
alta, tengo la oportunidad de resarcirme de mi frugal cena diaria y de mi
desayuno, tan nutritivo pero parco en sabores celestiales. Algunos de los
lectores ahora sonreirán. Sí, es lo que estáis pensando. Eso mismo.
Aprovecho todas y cada una de
las ocasiones que me brinda la docencia, para cargarme de energía para cumplir
mis requerimientos profesionales, que alcanzan su nivel óptimo en glucemias
superiores a 200. En esas cifras soy capaz de lidiar con grupos de veinte y
treinta profesionales sanitarios, con sus gerentes emboscados incluidos. En el
rompecabezas de mi vida he decidido construir una línea roja respecto al dulce.
Eso lo dejo para otras ocasiones que contaré aquí. Pero los sabores salados que
remiten al paraíso, pueden regresar provisionalmente a mi vida. Los pescados
rebozados de mi infancia, las patatas condimentadas en distintas versiones
prohibidas, las salsas sublimes que acompañan a las carnes o pescados, o los
huevos y las tortillas múltiples, así como otras delicias que forman un
territorio excluido en mi dieta habitual de mis años de diabético. Todo eso
puede aparecer mágicamente en las cenas previas a las jornadas docentes.
Pero el desayuno es el
territorio favorito de mis resarcimientos, pues me prepara para la hora de la verdad. En
los hoteles que frecuento, los buffet son estimulantes. La exclusión de lo
dulce me predispone a disfrutar de los distintos tipos de panes de
sofisticación inconmensurable, las tortillas, los quesos prohibidos y, en
alguna ocasión, los fiambres exquisitos. Cuando termino de desayunar, me
mascullo a mí mismo que “esto sí que es calidad y excelencia, y no lo que nos
quieren hacer creer los gerentes-prestigitadores, en esa tonta frase de la
época de hacer más con menos”.
El desayuno fantástico tiene
una contrapartida demoledora, que es común con otras actividades en la
existencia de un enfermo diabético: la soledad. En muchas ocasiones que vas
acompañado, es demasiado complicado e incomunicable explicar tu desayuno.
Terminas escabulléndote para realizar este sublime acto de resarcimiento. Mi
última salida, la primera en ausencia de Carmen, fue a Vitoria-Gasteiz, donde
impartía una conferencia en una jornada de Salud Comunitaria. Fue en el pasado
mes de noviembre. Estaba alojado en el hotel con los demás ponentes. En la cena
de la noche anterior, me encontraba rodeado de enfermeras de atención primaria,
buenas profesionales, que formaban parte de la organización de la jornada.
Inevitablemente se suscitó la conversación sobre la diabetes. Las enfermeras se
mostraron muy confundidas cuando les desvelé mi condición de enfermo autónomo,
pero cuando les hice saber que no me vacuno, las conminaciones a mi
responsabilidad adquirieron un voltaje considerable. Quedamos a la mañana
siguiente para desayunar juntos en el hotel. Naturalmente burlé su control y me
anticipé en media hora, para realizar en solitario mi resarcimiento y la preparación
para la hiperglucemia requerida para cumplir mi tarea.
La enfermedad es un factor de
producción de comportamientos furtivos y solitarios. En esta jornada consumé mi
resarcimiento mediante una escapada en el final de la mañana, en busca de los
sabores mitológicos de mi infancia. Las barras de los bares de Euzkadi se
encuentran pobladas de banderillas insólitas, en especial de tortillas que
combinan ingredientes y sabores paradisíacos que remiten a una creatividad
imposible siquiera de imaginar en un contexto como en el que me desempeño
profesionalmente: una universidad. Las amigas enfermeras hubieran alucinado si
hubieran contemplado mis capacidades de toma de muestras de banderillas, así
como de la dosis de insulina que compensó mi transgresión y me permitió un
comportamiento educado en la mesa del restaurante donde comimos. Esta práctica
es la que denomino “gramáticas de abordaje de la enfermedad”, que contaré en
mis siguientes derivas.
Estas son sólo una parte de
mis territorios vitales, no colonizados y extraños a los ojos de los
terapeutas. Para la tranquilidad de algunos profesionales que puedan leer estas
líneas, sólo una vez en estos años he pasado la línea del 8 en la sagrada
hemoglobina glucosilada. Las gramáticas han funcionado con cierta efectividad y
mi vida hasta hoy, con sus limitaciones nada despreciables, ha trascendido con
mucho los márgenes establecidos por la estigmática construcción médica. Quien
realmente me ha estimulado para afrontar la diabetes es el fiscal argentino
Strassera, a quien recuerdo pinchándose su dosis de insulina ante las cámaras,
en las interminables sesiones del juicio a las Juntas Militares golpistas.
Strassera es diabético y fumador compulsivo. No sé porqué pero su imagen
siempre me ha venido a la cabeza desde el comienzo de mi enfermedad. Para
ilustrar su complejidad, en los últimos meses he traspasado el paralelo 8 y estoy desestabilizado.
Lo atribuyo a la factura afectiva de la ausencia de Carmen, que duele como los
golpes verdaderos. Después del impacto inicial duele más. Pero eso no sale en las
analíticas ni en las radiografías.
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