25 abr 2016

Proponiendo alternativas

Este artículo de Abel Novoa hay que leerlo sí o sí, y de vez en cuando para que no perdamos la perspectiva:


Post-medicina: Una alternativa ecopolítica al paradigma biomédico


1.- Introducción

La crisis financiera mundial, unida a la medioambiental (cambio climático, agotamiento de los combustibles fósiles, incremento de la huella ecológica) y a la social (aumento de las desigualdades y de la pobreza tanto dentro de las sociedades desarrolladas como entre el Norte y el Sur del planeta), ha puesto de manifiesto la imposibilidad de seguir alimentando un modelo basado en el crecimiento económico infinito, el progreso tecnológico dirigido por el mercado y el hiper-consumo.

El decrecimiento económico (Latouche, 2008; Taibo, 2009) es el paradigma que emerge con más capacidad para aportar un enfoque, a la vez humanista y ecológicamente sostenible, a los retos de la “ciclogénesis explosiva” en la que nos encontramos. Su aplicación a la atención sanitaria y los servicios de salud está por desarrollar, pero, por lo pronto, decrecer en atención sanitaria para crecer en salud y equidad parece la única alternativa viable a las soluciones que tan solo propugnan “mejor gestión”, en un sistema de salud que ha perdido la visión de sus fines (Hasting, 1996). El paradigma decrecentista aplicado a la medicina y a la atención sanitaria implica un cambio total de mentalidades, prioridades y conceptos que hemos denominado, en un afán por diferenciarlo del actual paradigma biomédico, post-medicina (Novoa, 2013).

2. Ineficiencia y falta de sentido del paradigma biomédico


Las tímidas políticas de bienestar desarrolladas en nuestro país tras la instauración de la democracia, especialmente las sanitarias y educativas, se han visto lastradas por una paulatina pérdida de capacidad para disminuir las desigualdades y mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. El sistema público de salud ha adquirido su actual perfil sobre la base de la ignorancia de nuevas perspectivas y un continuo proceso de supresión de cuestiones fundamentales como: la importancia de los determinantes sociales sobre la atención sanitaria en la mejora de la salud (OMS, 2009); los rendimientos decrecientes de la inversión pública en sanidad (Fuchs, 2004); el sobre-diagnóstico, la sobre-medicación (Gérvas, Fernández, 2014) y la medicalización de la vida (Gérvas, Fernández, 2012); los crecientes problemas de seguridad de los pacientes (Kohn, Corrigan, Donaldson, 2000); la excesiva variabilidad de la práctica clínica (Peiró, Meneu, Bernal, 2005); la influencia indebida de la industria farmacéutica y tecnológica sobre la investigación médica, los sistemas de salud y la práctica clínica (Stamatakis, Weiler, Ioannidis, 2013; Gotzche, 2014); la polarización del gasto hacia la atención hospitalaria, los medicamentos y las tecnologías en detrimento de la atención primaria y la salud pública (OMS, 2008) y, en términos estrictamente económicos, la ineficiencia agregada de todo el sistema en el que un gasto imparable e implacable ha dejado de corresponderse con una mejora proporcional de la salud, la calidad de vida de los ciudadanos y la equidad social (Repullo y Segura, 2006).

El sistema público de salud se ha convertido en un fin en si mismo olvidando sus objetivos sociales primordiales; en un “agujero negro” presupuestario que ha impuesto su jerarquía -gracias a las demandas sociales, el prestigio de “lo científico” y los réditos electorales- y dominado la distribución de los recursos públicos, afectando gravemente, por su coste oportunidad, a otras partidas con mayor capacidad de generar salud, como las políticas sociales, educativas, de vivienda, empleo o medio-ambientales (OMS, 2009).

Esta “burbuja sanitaria” tiene múltiples razones: culturales, profesionales, científicas, históricas, etc. Repullo y Segura (2006) señalan, por ejemplo, el conflicto histórico latente que siempre ha existido entre una perspectiva clínica centrada en el beneficio individual y otra más holística que percibió las “limitaciones de la clínica frente a las dimensiones sociales de los problemas de salud” y proponía priorizar acciones de índole política y comunitaria sobre los enfoques más individualistas. Tras diversos intentos infructuosos de acomodar ambas visiones -el más importante, la Conferencia de Alma Ata de 1978 que planteó la atención primaria y comunitaria como base de los sistemas de salud- el cambio político neoliberal de los años 80 hace emerger, para quedarse, la centralidad política y económica del individuo:

“Posiblemente esta cura de individualidad ha tenido algunos aspectos positivos, como respuesta a sociedades más maduras, que no querían seguir siendo pacientes o súbditos pasivos de la medicina o del Estado, pero al coste de que el ethos del mercado anidara sin complejos en la sociedad, en el Estado y en la medicina” (Repullo y Segura, 2006)

La hegemonía de los valores individualistas y su correlato económico, el mercado y el consumo, ha tenido importantes consecuencias en medicina. Sin ir más lejos, el propio concepto de salud ha adquirido una significación desproporcionada en un inconsciente colectivo dominado por la satisfacción de los deseos. El bioeticista norteamericano Daniel Callahan (1998: pag. 31) señala como:

“pelear contra la enfermedad, el envejecimiento y la muerte es la idea (o al menos una de las ideas) que da sentido al ser humano…; la salud se ha convertido en un fin en sí mismo y la lucha contra el sufrimiento, en una fuente de significado”.

Esta búsqueda casi religiosa de la salud ha sido fácilmente instrumentalizada por el mercado y su perturbador Caballo de Troya, la innovación tecnológica:

“¿Qué es lo que consideramos buena salud o duración adecuada de la vida? Estas cuestiones son cada vez más difíciles de responder, principalmente debido al hecho de que el progreso médico hace avanzar constantemente las fronteras de la salud e invita, incluso seduce, a establecer un estándar cada vez más elevado de lo que debería considerarse como buena salud y una duración aceptable de la vida” (Callahan, 1987: pag. 25)

La combinación de factores sociales (como el individualismo o la pulsión contemporánea por la búsqueda de una mejor salud como fin en si misma), científicos (el progreso tecnológico guiado por el mercado y la transformación paulatina de la tecnología médica, los medicamentos y las intervenciones sanitarias en productos de consumo convenientemente publicitados), profesionales (una educación médica cada vez más centrada en las tecnologías y medicamentos; una generalizada colusión de intereses profesionales, académicos y científicos con el poder económico de las grandes corporaciones) y políticos (la atención sanitaria centrada en los grandes hospitales y tecnologías como instrumento para ganar votos, en detrimento de la atención primaria o la salud pública) ha sido un coctel que ha derivado en una irracionalidad financiera sin fondo y un proyecto, el de la biomedicina, que ha perdido el sentido, dirigido por unos fines tácitos irracionales (Tabla 1) que producen graves consecuencias sociales. (Tabla 2).

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Las reacciones sociales ante los “recortes” -justificadas y necesarias por lo que representan de resistencia civil ante reformas ideológicamente dirigidas- no aciertan en el fondo ya que pretenden una vuelta imposible al paradigma sanitario del estado del bienestar, una atención médica ilimitada y profundamente contradictoria -ya que su financiación pública responde a fines (tácitos) intrínsecamente individualistas, irracionales y, valga la expresión, egoístas-, y, por tanto, un enorme esfuerzo financiero, común y por lo común, que propugna intervenciones sanitarias cada vez más alejadas de cualquier sentido socialmente productivo.

La equiparación del derecho a la salud con la exigencia social a no tener sufrimiento, enfermedades o riesgos, hace que se confundan las prioridades y sea fácil la manipulación de una población (legítimamente) indignada por parte de las corporaciones multinacionales que ven una excelente oportunidad para proteger sus intereses comerciales –qué paradójico- en la defensa política de un sistema público de salud que no ha sido capaz de separar, durante los pasados años, el trigo de la paja, es decir, lo eficaz (beneficio de una intervención, medicamento o tecnología en condiciones ideales o experimentales) de lo efectivo (beneficio en condiciones reales o usuales), eficiente (beneficio real en relación con el coste) o, directamente, inseguro o no indicado.

En EE.UU se ha calculado que entre el 21 y el 47% de todo el presupuesto sanitario del año 2011 se malgastó; la cuarta parte de esta ineficiencia correspondía a intervenciones, tecnologías o medicamentos inútiles o innecesarios; el resto, a fallos en la atención y coordinación, mala gestión, alteración de los precios y fraudes (Berwick, Andrew, Hackbarth, 2012). En España no existen estudios al respecto pero sí tenemos algunos datos que hablan de que las oportunidades de reducción del despilfarro son enormes: solo empleando el equivalente terapéutico más barato en dos grupos de medicamentos muy utilizados -los inhibidores de la bomba de protones (IBPs) o, mal llamados, “protectores gástricos” y los empleados en disminuir el colesterol-, en el año 2010, se hubiera ahorrado casi 1000 millones de euros en toda España. La reducción de la prescripción inadecuada de ambos fármacos, superior a la tercera pare del total, todavía incrementaría más las cifras de ahorro (Peiró, 2012). En la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia, según cálculos propios, el ahorro potencial con esta medida, solo en un mes, es semejante al presupuesto de la CCAA dirigido a financiar las rentas mínimas de inserción de todo un año.

Las partidas dedicadas a sanidad se llevan entre el 35 y el 45% de los presupuestos reales de las CCAA (Peiró, 2012), impidiendo la financiación de otras políticas públicas igual o más importantes en la generación de salud, y con más capacidad para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y la equidad social (Cortés-Franch y González, 2014). La pregunta sería ¿Por qué la sociedad muestra una sensibilidad tan exquisita ante, por ejemplo, el despilfarro de los ayuntamientos en obras y servicios (polideportivos, centros de congresos, etc..) y es tan escasa ante el que se produce, en mayor magnitud, en el sistema de salud?

Los profesionales sanitarios, ante una crisis que no es solo económica sino, fundamentalmente, política, han optado -con espléndidas excepciones como la “marea blanca” en Madrid- por un “repliegue corporativista” y asisten, casi como espectadores, al desmantelamiento del Sistema Nacional de Salud, alzando la voz con determinación solo cuando tienen que defender sus propios intereses, muchas veces, también, coincidentes con los de la industria farmacéutica y de tecnologías (Novoa, 2013). Lamentablemente, no hay conciencia del problema de fondo, tampoco, entre la clase profesional.

3. Deriva institucional y Complejo Corporativo Consumista Sanitario

Recientemente hemos conceptualizado todo este “círculo de conformidad” o irracionalidad como deriva institucional: intereses privados (no solo económicos), distorsionan los fines de la Medicina como institución social, a través de una influencia sistemática que altera rutinas y transforma culturas, con consecuencias difícilmente identificables por inconscientes, socialmente aceptadas y/o, normalmente, legales (Novoa, Gérvas, Ponte, 2014).

La deriva institucional es un problema sistémico y complejo que debe abordarse mediante estrategias que vayan más allá de lo técnico, de la gestión o de la discusión acerca de modelos de organización. Es un problema político, con causas profundas, semejantes a las que están en el origen de las crisis económica, social y medio-ambiental -a la que hemos de añadir, a partir de ahora, la crisis biomédica- como la falta de transparencia o rendición de cuentas y, en general, la debilidad de los procedimientos democráticos de representación y control.

En nuestra opinión, asumiendo que existe corrupción de base, lo que sí queremos señalar es que no es la corrupción la principal causante de la deriva institucional de la medicina. Más que buscar culpables, con esta reflexión, pretendemos alertar de las negativas consecuencias que la suma de factores y comportamientos, muchos bien intencionados, está teniendo para la medicina y para la sociedad, sin sospechar, de inicio, de las intenciones y estándares morales de los agentes. Paradójicamente, un excesivo énfasis en la lucha contra la corrupción podría estar oscureciendo otras soluciones o postergando reformas más profundas en relación con las causas de las causas.

La actividad que más contribuye a la deriva institucional y que tiene más posibilidades de intervenciones políticas efectivas es la expansión de morbilidad generada por el Complejo Corporativo Consumista Sanitario (en adelante CCCS), una red de compañías que actúan en régimen de oligopolios mundiales -alimentación, automóviles, farmacéuticas, tabaco, alcohol y armas- junto con instituciones financieras, académicas, científicas, profesionales, aseguradoras privadas y empresas de comunicación y publicidad que impone, con el único objetivo de obtener beneficios económicos, un patrón de hiper-consumo de productos no saludables, que es la principal causa de la emergencia de las enfermedades no transmisibles (también llamadas crónicas) como las cardiovasculares, cáncer, respiratorias y diabetes.

Los papeles se reparten: los modelos de negocio de las empresas alimentarias, alcohol, tabaco, armas y automóviles generan la morbilidad; las instituciones académicas y profesionales, dominadas por la agenda de la industria farmacéutica, justifican “científicamente” la sobre-actuación médica que, convenientemente publicitada, genera un hiperconsumo de productos farmacéuticos, tecnologías sanitarias e intervenciones médicas que, a su vez, contribuyen netamente a la expansión de la morbilidad. Gøtzsche (2014) ha aportado suficientes datos como para poder afirmar que en EE.UU y la UE “los medicamentos son la tercera causa de muerte después de las cardiopatías y el cáncer”(pag 378).

Por supuesto, hay otras razones para explicar el empeoramiento de la salud mundial que estamos viviendo –la más importante, el envejecimiento- pero la actividad del CCCS, al no ser inevitable, se ha convertido en el mayor problema prevenible de salud en el mundo (Freudemberg, 2014) (Tabla 3). Las estrategias de salud pública han de cambiar profundamente para enfrentarse a esta nueva amenaza derivada del modelo económico, con acciones más políticas, fiscalizadoras, regulatorias y, también, socio-culturales –semejantes a las que se utilizan, por ejemplo, en la lucha contra el fraude fiscal o el cambio climático- dejando en un segundo plano intervenciones que se han mostrado repetidamente ineficaces como la educación para la salud o la prevención. La crisis económica, no obstante, está debilitando gravemente la capacidad de los organismos públicos para defender la salud pública mientras que aumenta el poder corporativo (Hernández, Lumbreras, 2014)

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Pero además del daño directo -hiper-consumo más sobreactuación – el CCCS estaría produciendo un daño indirecto grave a través de dos mecanismos. El primero, la degradación del medio ambiente y el cambio climático (Griffiths, 2009), debido a la fuerte dependencia que el CCCS tiene del transporte de mercancías, la agricultura intensiva, la expansión de la ganadería o la utilización en las cadenas de fabricación de combustibles y materiales derivados del petróleo. El segundo mecanismo tiene que ver con los requerimientos políticos y económicos que necesita el modelo de funcionamiento del CCCS que condiciona una situación creciente de desigualdad e inequidad social que se ha demostrado directamente perjudicial para la salud (Marmot, 2004): cortoplacismo, externalización de riesgos financieros y de daños, desregulación, desgravaciones y baja carga impositiva a las empresas, privatización y concentración oligopólica (Freudemberg, 2014).

Las prácticas del CCCS tienen ciertas características en común: utilización de la ciencia y la tecnología para mejorar sus beneficios (manipulación de las evidencias y fraude científico, establecimiento de prioridades de investigación basadas en la previsión de retornos económicos, etc..); diseño y promoción agresiva de productos sin una evaluación adecuada de su impacto en la salud de las personas; realización de esfuerzos deliberados para minimizar las pruebas acerca de los daños que producen sus productos y exageración de sus beneficios; combinación de ventas masivas de productos insanos a bajo precio -gracias a prácticas monopolísticas-, con estrategias que impiden el acceso de millones de personas a productos esenciales (es el caso de la industria alimentaria o de la farmacéutica); transferencia o externalización de los efectos adversos de sus productos y prácticas a los consumidores y contribuyentes, y promoción del consumo de productos dañinos especialmente en poblaciones vulnerables como los niños y grupos con adicciones o problemas psico-emocionales (Freudemberg, 2014; Hernández y Lumbreras, 2014).


El daño para la salud de la actividad del CCCS es posible gracias a una paulatina degradación democrática debido al poder de las corporaciones, que consigue el debilitamiento de las regulaciones y los estándares establecidos para proteger la salud pública y el medio ambiente con el objetivo de aumentar sus beneficios. Hernández y col. (2104) denominan a este proceso captura de políticas:

“una forma de corrupción, ahora generalizada, mediante la cual grupos de interés controlan áreas políticas dentro de un estado o a nivel supranacional (Unión Europea, Naciones Unidas, etc.), de forma que los gobiernos no pueden, y a menudo no quieren, formular políticas alineadas con el interés general”. (pag. 25).

La captura de políticas tendría una poderosa base ideológica común que es necesario identificar para poder desactivar (Tabla 4)

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4- El programa post-médico

Hemos denominado post-medicina al movimiento, de base eco-política, que aboga por superar los principios rectores (implícitos y explícitos) de un paradigma biomédico dominado por los objetivos del CCCS, que ha perdido la visión de sus fines (Hasting, 1996) y está suponiendo una terrible lacra financiera para otras políticas públicas. El programa post-médico propone decrecer en atención sanitaria para poder crecer en salud y equidad.
El desarrollismo ilimitado, del que la atención sanitaria es una parte muy importante, toda vez que sus presupuestos crecen muy por encima del PIB, no puede ser el modelo dominante en los sistemas públicos de salud. La evidente desproporción entre los recursos invertidos en el sistema sanitario público y los resultados obtenidos, la repercusión directa que para la salud tiene la actividad del CCCS y sus consecuencias indirectas, medioambientales y políticas, han de ser una llamada de atención seria.

La crisis del paradigma biomédico nos pone delante de un enorme fracaso social. No es la metáfora de la abundancia la que dará respuestas a los retos a los que nos enfrentamos sino que es la de la escasez y la austeridad, un concepto del que nos debemos re-apropiar -tan sobreexplotado para justificar recortes ideológicos- que significa, simplemente, prescindir de lo superfluo. El problema no estriba tanto en la pulsión expansionista de la actividad del CCCS y su cobertura ideológica sino en la alarmantemente escasa capacidad de reacción política, social y profesional.

El programa post-médico estaría constituido por una batería de actuaciones coherentes que consta de tres momentos: el momento de las políticas, el momento de los ciudadanos y el momento de la justicia.

            4.1. El momento de las políticas

El primer momento, el de las políticas, se enfrentaría a los problemas de eficiencia asignativa de los recursos, para determinar -de manera pública, participativa y transparente- tanto la sostenibilidad externa (establecimiento de prioridades en el gasto público) como la sostenibilidad interna (establecimiento de prioridades en el gasto sanitario) (Repullo et al., 2006).

En relación con la sostenibilidad externa es importante volver a recordar que más inversión en sanidad no aporta más salud (e incluso la disminuye) y que el rendimiento en términos de calidad de vida que tiene asignar fondos a otras políticas sociales es mucho mayor. Todo no se puede (ni se debe) pagar en medicina. La única manera de poder asignar más recursos a otras políticas no sanitarias es obteniéndolos de la disminución del gasto superfluo sanitario, proceso que se ha denominado desinversión (Repullo, 2012).

La desinversión debe ser, sobre todo, de lo innecesario (dejar de pagar por intervenciones, medicamentos o tecnologías cuya finalidad pueda obtenerse mediante otros medios más sencillos, por ejemplo, bajar de peso para controlar la tensión arterial en vez de medicamentos); lo inútil (dejar de pagar intervenciones, medicamentos o tecnologías que no han demostrado su efectividad; por ejemplo, muchas terapias fisioterápicas), lo ineficiente (dejar de pagar más cuando existen alternativas más baratas; por ejemplo, con los medicamentos) y, finalmente, lo inclemente (dejar de pagar intervenciones, medicamentos o tecnologías para pacientes que están en una situación demasiado avanzada para beneficiarse; por ejemplo, terapias al final de la vida como la quimioterapia paliativa o tecnologías como los cuidados intensivos o la diálisis).

En relación con la sostenibilidad interna parece claro que deben cambiarse las actuales prioridades por la atención hospitalaria y altamente tecnologizada, por la atención primaria y la salud pública; la curación y prolongación de la vida a toda costa por la paliación, el cuidado y la aceptación de los límites de la vida humana; la búsqueda prioritaria del beneficio individual y la infinita mejora de la calidad (Callahan, 2000) por el énfasis en la evaluación poblacional del impacto de las intervenciones. En palabras de Callahan (2000), “un cuidado de la salud equitativo siempre requiere sacrificios por parte de los pacientes individuales” (pag 96).

Desde luego, estar en la parte plana de la curva de rendimientos de la inversión en sanidad no significa renunciar a las posibles ventajas de tratamientos y tecnologías que puedan mejorar la salud. Se trata de ser más inteligentes para conseguirlo. Fortalecer la base científica de las decisiones de crecimiento de la oferta sanitaria (evaluación de tecnologías e investigación de servicios sanitarios) introduce elementos moduladores a favor de la efectividad en la innovación (Repullo et al., 2006).

Los profesionales juegan un papel fundamental en la sostenibilidad interna ya que, a diferencia de otros empleados públicos, son asignadores finalistas de recursos, es decir, determinan sin limitaciones quién recibe qué procedimientos o servicios, cuándo y con qué intensidad. La propia naturaleza de las decisiones clínicas está dominada por elementos como la incertidumbre, la información limitada o la interacción con el paciente, lo que introduce una inevitable subjetividad en la evaluación de las situaciones y la toma de decisiones. Sin embargo, la variable que más influye en lo que se ha denominado la “tormenta perfecta” de la sobreutilización, además de la educación médica, la medicina defensiva o las demandas de los ciudadanos (Emmanual y Fuchs, 1998), es la influencia de la industria farmacéutica y tecnológica. Es decir, la participación de la clase profesional en la deriva institucional generada por el CCCS se ha producido gracias al paulatino debilitamiento de las salvaguardas que tradicionalmente ha tenido la medicina para impedir la excesiva influencia de los intereses privados del profesional (personales y comerciales) sobre los de los pacientes: las instituciones (agencias reguladoras, instituciones políticas), el conocimiento científico, la experiencia o el conocimiento personal, y el compromiso ético y profesional (Novoa, Gérvas y Ponte, 2014). Se han propuesto algunas soluciones (Tabla 5)

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Además, en este momento político del programa post-médico, es necesario plantearse estrategias de salud pública de tipo político y regulador para contra-restar la perniciosa actividad del CCCS, estableciendo objetivos orientados a obtener un marco de actuación presidido por virtudes democráticas como la transparencia, la rendición de cuentas, la participación y la elección individual informada y libre (Tabla 6 y 7)

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            4.2. El momento de los ciudadanos

El segundo momento del programa postmédico, el de los ciudadanos, implica su participación real tanto en la organización y evaluación del sistema como en sus estrategias. También supone la necesidad de una reflexión de base comunitaria acerca de los valores que deben orientar las actuaciones del sistema, sus objetivos, el papel activo que deben jugar los ciudadanos en el cuidado de su salud y, en definitiva, una deliberación pública sobre los límites racionales de la medicina. La medicina pública debe estar al servicio de los ciudadanos pero no exactamente de sus deseos como consumidores, cosa bien distinta. Callahan lo expresa mejor:

            “La indiferencia que ha mostrado la medicina para establecer una separación clara entre las necesidades sanitarias y los deseos, y también el relativismo operante acerca de qué bienes cabe esperar adecuadamente en nombre de la salud, se ponen de manifiesto al plantearse cuestiones acerca de los fines de la medicina” (Callahan, 1987: pag. 74)

Lo cierto es que en una sociedad que privilegia lo individual, nuestras aparentemente neutrales y liberales democracias han confinado al ámbito privado o religioso las cuestiones importantes sobre los límites, la finitud y los objetivos adecuados de la vida humana en relación con la salud. Por eso Callahan (1987) afirma:

“Actualmente no existe ningún sentido… Allí donde debería haber una concepción pública sobre la naturaleza de una buena vida lo que se observa es un vacío” (pag 42).

Sin embargo, continua Callahan (1987):

“esta neutralidad de nuestras atomizadas y liberales sociedades modernas, es solo aparente; esconde, debido a la presión de la publicidad, los modelos de vida hollywoodiense, el continuo avance tecnológico, los intereses del mercado, etc, una coacción de fondo que podría forzar a los ciudadanos a la búsqueda insana de fantasías como la vida eterna o la posibilidad de que desaparezcan las limitaciones por las enfermedades o el dolor” (pag. 43).

Por eso, al igual que la utilización del coche, el reciclaje de los desechos o el consumo de productos derivados de las ballenas se han convertido en cuestiones públicas -por más que sean conductas individuales-, el programa post-médico también reivindica que asuntos como el sentido del envejecimiento o los valores en relación con la salud y la enfermedad deben ser abordados como cuestiones de deliberación pública debido a las implicaciones sociales que tienen:

“Lo importante al respecto no es la consecución de la certeza sino la comprensión de que las cuestiones relativas al sentido y al significado son fecundas y merece la pena que busquemos conjuntamente dicho sentido y significado como comunidad, y no únicamente en nuestros ensueños y preocupaciones privadas” (Callahan, 1987: pag. 45)

En este paso de lo individual a lo público, lo que hasta ahora se ha visualizado como un problema personal -como tener asma, estar obeso, sufrir diabetes, tener un accidentes de tráfico o sufrir un desahucio por el impago de la hipotecas- debería comenzar a ser visto por los ciudadanos como un problema social, consecuencia de un modelo económico al servicio de los intereses del CCCS y del fracaso de las políticas públicas (Freudemberg, 2014).

Cuando organizaciones de pacientes con SIDA, padres de niños asmáticos o asociaciones de consumidores, consiguen conectar experiencias personales con el análisis político de sus causas últimas, entonces, se consigue movilizar a la sociedad (la Plataforma de Afectados por las Hipotecas es un excelente ejemplo de ello). La transformación de problemas individuales que condicionan mala salud en retos políticos de naturaleza pública, genera inmediatamente una identificación por parte de la sociedad de que la acción colectiva es una parte fundamental en la búsqueda de soluciones (Brown, Zavetosky, McCormick, Mayer, Morello-Frosh, Gasior, 2004).

A la conceptualización de lo que Latouche (2008) llama “simplicidad voluntaria” -reducción del consumo, conciliación de vida laboral y social, movilidad activa, preponderancia de lo local sobre lo global, sostenibilidad rural, trabajo compartido, recuperación del ocio productivo, solidaridad y cooperación, cuidado y defensa activa del medio ambiente- hemos de añadir la necesidad de deliberar públicamente y generar una concepción equilibrada y realista de los objetivos de la atención sanitaria y de los límites de la medicina; recuperar la soberanía personal sobre la propia salud; impulsar la participación activa de los ciudadanos en la organización, planificación y evaluación del sistema sanitario así como el fomento de la participación en actividades comunitarias autogestionadas generadoras de salud, también llamadas, salutogénesis (Burns, 2014).

Callahan (1987) enumera las virtudes que podrían ejemplificar la simplicidad voluntaria aplicada al ámbito de la salud y el envejecimiento:

            “El coraje frente a cierta decadencia y la muerte; la humildad en respuesta al deterioro progresivo y la humillación del cuerpo, y la dignidad que puede llevar consigo; la paciencia que surge de la necesidad de gobernarse a uno mismo cuando la pérdida de control comienza a ganar terreno; la simplicidad como forma de viajar ligero de equipaje; la benignidad para evitar la tendencia a la avaricia, el afán de posesión y a la manipulación y, sorprendentemente, la hilaridad, una alegría que aparece en aquéllos que han visto mucho, hecho mucho y lamentado mucho, y que ahora pueden volar por encima del escenario humano, contemplándolo” (pag. 65)
             4.3. El momento de la justicia
El tercer momento, el de la justicia, pretende reenfocar las políticas públicas, siguiendo a Sen (2000) y Nussbaum (2012), hacia la generación de las condiciones necesarias para que los ciudadanos desarrollen sus capacidades y sean agentes activos del cambio y no meros receptores pasivos de prestaciones (Tabla 8)

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5- Conclusiones

El paradigma biomédico está inmerso en una profunda crisis y comparte con las crisis financiera, social y ecológica muchas de sus razones: el modelo económico y social, el hiper-consumo, el desarrollo tecnológico guiado por las necesidades impuestas por el mercado a través de la publicidad, el individualismo hedonista que carece de una visión compartida de sociedad y la progresiva degradación democrática que permite que los intereses particulares (económicos y otros) prevalezcan sobre los comunes.

Este contexto social y político ha procurado una hiperinflación de los recursos públicos dedicados a financiar la sanidad con rendimientos decrecientes en términos de salud y equidad, una desproporción cada vez mayor entre inversión y beneficios y, por tanto, un despilfarro que amenaza con impedir una mínima financiación pública de otras políticas con mayor capacidad de impactar en la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos como son medio ambiente, vivienda, empleo, educación, alimentación, participación, etc.

Como respuesta a estos retos el programa post-médico emerge como una alternativa viable y humana basada en decrecer en sanidad para crecer en salud y equidad.

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