Hace ahora un año se rompió la tibia y el peroné, y tras la operación no llegó a recuperarse bien. Le acompañé en las visitas de revisión de los siguientes meses y las radiografías mostraban que el hueso no terminaba de consolidar bien. Cada vez quedaba más claro que no había otra opción que volver a operar. Pero, ¿merecía la pena? Para muchxs que le conocen la respuesta aparece enseguida, espontánea. Incluso para él, de primeras también. ¿Para qué volver a enfrentarse al miedo de entrar en un quirófano? ¿Quién le podría apoyar en la recuperación, mientras sea más dependiente? ¿Y si la cosa va mal, cómo podría seguir rebuscando chatarra, que es su medio para ganarse la vida? Más aún... ¿A quién le importaba lo que le pasase?
Hablamos mucho durante algunas semanas sobre el tema. Las visitas compartidas al traumatólogo permitían poner encima de la mesa toda la información recibida con el tiempo necesario para resolver sus dudas, y al mismo tiempo avanzar sobre los miedos e inseguridades que aparecían. Hasta el último día no supe si iba a ir o no. Tras organizarme para poder acompañarle en el ingreso, lo adelantaron un día y, pese a hablar con su hijo para que le acompañara, al final éste falló y tuvo que enfrentarse solo al momento de presentarse en hospital y entrar al quirófano, con sus incertidumbres e inseguridades a cuestas. Solo, aunque no tanto como en otras ocasiones. La decisión era suya, pero construida en diálogo. Alguien más se interesó por su suerte.
Tras la operación le visité en el hospital y le encontré animado, contento pese a las molestias. En pocos días le dieron el alta, y cuando fui a verle la semana siguiente me recibió tranquilo en su casa. "Te estaba esperando", me dijo mientras me señalaba la carpeta que le habían dado en el hospital con las recetas de los diferentes medicamentos reseñados en el informe. De hecho había varias medicinas que debería haber tomado desde el primer día para evitar complicaciones, pero ni siquiera las había ido a buscar a la farmacia por miedo a que se repitiera el rechazo de otras ocasiones por no tener la tarjeta sanitaria actualizada. Es fácil descargar toda la responsabilidad en él, pero ¿nadie se había preocupado en el hospital de asegurarse antes del alta de que él o
alguien de su entorno tenía claros los cuidados que debía llevar en
casa y que tenía acceso a los medicamentos necesarios?¿No debería ser algo a tomar siempre en cuenta?
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En muchas ocasiones nos cuesta comprender determinadas decisiones que parecen indicar que no hay interés ni capacidad de cuidarse a si mismo. Y es que es difícil de entender para quien no lo ha sufrido lo que supone sentir un rechazo y culpabilización continua, la constatación de que, como me decía una mujer golpeada una y mil veces, de manera constante, por la miseria, "molestamos en todas partes", "nos consideran peor que a los perros". Si la experiencia cotidiana te señala que tu vida no vale practicamente nada, tanto para tí como para quienes te rodean, ¿dónde encontrar razones para luchar?¿por qué esforzarse en cuidar lo que parece que no merece más que caer en el olvido?
"La pobreza mata poco a poco, te quita la fuerza de vivir. Y además la hemos heredado y se la hemos pasado a nuestros hijos. ¿Cómo vivir con esto?".
En este contexto, sentir que alguien te dice "a mí me importas" supone un revulsivo frente al abondono al que empuja la extrema pobreza y la exclusión. Un primer paso para poder volver a abrazar la vida.
Nadie vive en la pobreza por gusto. A nadie le gusta sentirse golpeado y despreciado, tratado como un incapaz desecho (in)humano. La miseria es fruto de nuestra construcción social, y analizando ésta podemos constatar cómo cada vez se individualiza y culpabiliza más a quienes la sufren. En una sociedad que apela como un mantra a la responsabilidad individual, se invisibilizan y cortan las redes y vínculos que antaño servían de refugio frente al desamparo. Muchas de las identidades que congregaban a quiénes habitaban los márgenes de la sociedad (la clase obrera en sus orígenes, el lumpen proletariado, gitanos, quinquilleros, etc.) aunque tuvieran una carga estigmatizante, al mismo tiempo aportaban un espacio colectivo en el que poder reconocerse mutuamente y construir un saber y una acción con otros. Sin embargo, cada vez más, el modelo de progreso impuesto impone la necesidad de romper esos lazos en pos de la buena "integración", que siempre va en el mismo sentido, el de la renuncia a los valores y saberes propios para asumir los de la mayoría "normalizada".
En este sentido el papel de lxs profesionales ha sido clave, con un abordaje centrado en "casos" que no ve más allá de la familia nuclear, dejando al margen una visión más comunitaria y desconfiando y tratando de desactivar las redes de apoyo mutuo que pueden poner en cuestión sus intervenciones. Para muestra, el conflicto que surgió hace unos meses entre Invisibles de Tetuán y Servicios Sociales de dicho distrito, denunciado en un comunicado por CCOO que señalaba los acompañamientos que se hacían para apoyar a lxs usuarixs de los mismos como una amenaza y riesgo para lxs trabajadorxs. Un despropósito bien señalado en la contraréplica de Invisibles: "¿Acoso o defensa de las víctimas?".
Este tipo de actuaciones termina generando miedo, impotencia, frustración, soledad... ¿Cómo apoyar entonces las dinámicas de cuidado en situaciones de pobreza? No hay otra manera de hacerlo que a través de la (re)construcción de una responsabilidad común y del reconocimiento de los vínculos colectivos. En este sentido no basta con dejar de culpabilizar de su situación de exclusión a quien la sufre. Hay que estar dispuestxs también a abrir las miras y buscar entre todxs las buenas preguntas a resolver sobre las claves de un cuidado colectivo que permita la sostenibilidad de la(s) vida(s), sin excepción y de manera digna y respetuosa con los Derechos Humanos.
Para esto el primer paso es poner los medios para que sea posible el desarrollo y reconocimiento de un pensamiento libre y autónomo de lxs diferentes agentes inmersos en un proceso como este. Al igual que lxs profesionales se reunen en sociedades de diverso tipo en función de sus intereses para desarrollar su pensamiento y dar más fuerza a su acción, al igual que la ciudadanía reconocida como tal construye espacios colectivos de reflexión e intervención en torno al vecindario o determinados aspectos de la vida compartida, así también debemos de dejar de obstaculizar y (dada la historia de destrucción y debilitamiento previo) promover el desarrollo de espacios y redes en los que quienes viven en los márgenes puedan reconocerse pese a su diversidad, construir una palabra colectiva y convertirse en agentes activos de transformación social. Esto, claro está, supone estar dispuestxs a ponernos en marcha y a arriesgar juntxs, renunciando a cuotas privadas de poder y responsabilidad.
Más allá de la voluntad y las capacidades, el cuidado propio y ajeno no puede construirse si no hay una base mínima de esperanza. Una esperanza que no puede nacer, nunca, de manera aislada, sino que es fruto de un encuentro con otrxs que empuja a la acción ("Sólo no puedes. Poder se conjuga en plural") y al descubrimiento a través de ésta de lo que uno/a puede aportar. Una puerta que se abre así a la apuesta de hacer camino juntxs, cuidando unxs de otrxs y en común.
"La pobreza mata poco a poco, te quita la fuerza de vivir. Y además la hemos heredado y se la hemos pasado a nuestros hijos. ¿Cómo vivir con esto?".
En este contexto, sentir que alguien te dice "a mí me importas" supone un revulsivo frente al abondono al que empuja la extrema pobreza y la exclusión. Un primer paso para poder volver a abrazar la vida.
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Nadie vive en la pobreza por gusto. A nadie le gusta sentirse golpeado y despreciado, tratado como un incapaz desecho (in)humano. La miseria es fruto de nuestra construcción social, y analizando ésta podemos constatar cómo cada vez se individualiza y culpabiliza más a quienes la sufren. En una sociedad que apela como un mantra a la responsabilidad individual, se invisibilizan y cortan las redes y vínculos que antaño servían de refugio frente al desamparo. Muchas de las identidades que congregaban a quiénes habitaban los márgenes de la sociedad (la clase obrera en sus orígenes, el lumpen proletariado, gitanos, quinquilleros, etc.) aunque tuvieran una carga estigmatizante, al mismo tiempo aportaban un espacio colectivo en el que poder reconocerse mutuamente y construir un saber y una acción con otros. Sin embargo, cada vez más, el modelo de progreso impuesto impone la necesidad de romper esos lazos en pos de la buena "integración", que siempre va en el mismo sentido, el de la renuncia a los valores y saberes propios para asumir los de la mayoría "normalizada".
En este sentido el papel de lxs profesionales ha sido clave, con un abordaje centrado en "casos" que no ve más allá de la familia nuclear, dejando al margen una visión más comunitaria y desconfiando y tratando de desactivar las redes de apoyo mutuo que pueden poner en cuestión sus intervenciones. Para muestra, el conflicto que surgió hace unos meses entre Invisibles de Tetuán y Servicios Sociales de dicho distrito, denunciado en un comunicado por CCOO que señalaba los acompañamientos que se hacían para apoyar a lxs usuarixs de los mismos como una amenaza y riesgo para lxs trabajadorxs. Un despropósito bien señalado en la contraréplica de Invisibles: "¿Acoso o defensa de las víctimas?".
Este tipo de actuaciones termina generando miedo, impotencia, frustración, soledad... ¿Cómo apoyar entonces las dinámicas de cuidado en situaciones de pobreza? No hay otra manera de hacerlo que a través de la (re)construcción de una responsabilidad común y del reconocimiento de los vínculos colectivos. En este sentido no basta con dejar de culpabilizar de su situación de exclusión a quien la sufre. Hay que estar dispuestxs también a abrir las miras y buscar entre todxs las buenas preguntas a resolver sobre las claves de un cuidado colectivo que permita la sostenibilidad de la(s) vida(s), sin excepción y de manera digna y respetuosa con los Derechos Humanos.
Para esto el primer paso es poner los medios para que sea posible el desarrollo y reconocimiento de un pensamiento libre y autónomo de lxs diferentes agentes inmersos en un proceso como este. Al igual que lxs profesionales se reunen en sociedades de diverso tipo en función de sus intereses para desarrollar su pensamiento y dar más fuerza a su acción, al igual que la ciudadanía reconocida como tal construye espacios colectivos de reflexión e intervención en torno al vecindario o determinados aspectos de la vida compartida, así también debemos de dejar de obstaculizar y (dada la historia de destrucción y debilitamiento previo) promover el desarrollo de espacios y redes en los que quienes viven en los márgenes puedan reconocerse pese a su diversidad, construir una palabra colectiva y convertirse en agentes activos de transformación social. Esto, claro está, supone estar dispuestxs a ponernos en marcha y a arriesgar juntxs, renunciando a cuotas privadas de poder y responsabilidad.
Más allá de la voluntad y las capacidades, el cuidado propio y ajeno no puede construirse si no hay una base mínima de esperanza. Una esperanza que no puede nacer, nunca, de manera aislada, sino que es fruto de un encuentro con otrxs que empuja a la acción ("Sólo no puedes. Poder se conjuga en plural") y al descubrimiento a través de ésta de lo que uno/a puede aportar. Una puerta que se abre así a la apuesta de hacer camino juntxs, cuidando unxs de otrxs y en común.
Serie completa
Salud, Pobreza y Cuidados (I): Empecemos a hablar
Salud, Pobreza y Cuidados (II): Cuando no se puede, no se puede
Salud, Pobreza y Cuidados (III): Hay muchas maneras de abandonar a alguien
Salud, Pobreza y Cuidados (IV): Hay recursos, hay activos... pero hay que saber mirar
Salud, Pobreza y Cuidados (V): Los cuidados serán en común, o no serán
Salud, Pobreza y Cuidados (V): Los cuidados serán en común, o no serán
Salud, Pobreza y Cuidados (VI): Liberar la palabra y la experiencia
Salud, Pobreza y Cuidados (VII): Revisando las perrillas
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