El empleo como tarjeta sanitaria.
Cuando uno piensa en cómo hacer que sus
servicios públicos sean justos, equitativos o la palabra que queramos
usar para decir que estén alineados con la corrección moral que la
sociedad quiera dar a dicha distribución, se hace tres preguntas: ¿qué
voy a repartir? ¿entre quiénes voy a repartirlo? y ¿cómo voy a hacerlo?
En el caso de la sanidad, el qué en disputa en los últimos años ha sido el derecho a la asistencia sanitaria, el cómo se ha ido haciendo de diferentes maneras según el lugar, pero la verdadera clave está (y estará) en el entre quiénes.
La evolución de nuestro sistema
sanitario ha sido la de evolucionar hacia
una universalización gradual de la cobertura que, a partir del año 1999,
trataba de desvincularse del papel regulador del trabajo; esto es, la
transición de un modelo de seguridad social a un sistema nacional de salud
daba un paso fundamental en el paso de “asegurado” a “sujeto de
derecho”, pasando del “asegurado porque cotiza -porque tiene empleo
remunerado- al “sujeto de derecho porque es miembro legítimo* de la
sociedad”.
El empleo como llave que todo lo abre.
El empleo (tenerlo o no, y en el caso
de tenerlo cuáles sean sus condiciones) es un determinante de salud;
eso es algo que tenemos claro. Lo que no acabamos de ver tan claro es
que además de determinante de salud sea llave para el acceso a servicios
públicos que garanticen la posibilidad de vivir -pensión, asistencia
sanitaria,…-. Este deriva es la que Guillermo Zapata describía magistralmente hace dos años en un artículo de eldiario.es:
El workfare vendría a ser la fórmula neoliberal del wellfare (el estado del bienestar de toda la vida) y se basa en vincular los derechos principalmente a dos campos: el empleo y la nación.
Este workfare es el que hace que
en los últimos años la asistencia sanitaria en España haya fortalecido
su vinculación con la Tesorería de la Seguridad Social y ya no sea la
pertenencia a la sociedad la que haga de llave de entrada para la
obtención del derecho a la asistencia sanitaria, sino que es el
beneplácito de la institución recaudadora de las cotizaciones ligadas al
trabajo la que lo hace.
En su primera intervención como Ministra
de Sanidad, Dolors Montserrat hizo una defensa de la creación de empleo
como forma de garantizar la expansión de la cobertura sanitaria y, en
general, el sistema de bienestar… se le olvidó añadir que ese sistema de bienestar quedaría acotado a las personas que “disfruten” de esos empleos.
Partimos de la base de que 1) el empleo
continúa configurándose como la puerta de entrada a los derechos
sociales, 2) el empleo supone un determinante de salud fundamental, 3)
la falta de empleo -¿o más bien de recursos?- se relaciona con peor
salud y la tendencia es a vincularla con falta de acceso al sistema
sanitario -y otros servicios públicos- y, fundamentalmente, 4) vamos
hacia (eufemismo de un futuro muy presente) la era de la no existencia
de empleo para toda la población.
Rentas mínimas, rentas básicas y salud… ¿qué sabemos de esto?
Con todo esto podemos afirmar que
estamos configurando un sistema en el cual la puerta de acceso es una
por la que no vamos a caber todxs… a no ser que se abran puertas
alternativas. Una de las puertas alternativas que se plantean, dentro
del intento de desvincular empleo y derechos, es la implantación de una
renta básica (más o menos incondicional, según autorxs) que desvincule
la necesidad del empleo de la subsistencia y desarrollo de una vida que
pueda ser digna (este enfoque de dignidad de la vida vinculado a la
salud es el que se defiende en un artículo publicado en 2007 en la revista Ciência $ Saúde Coletiva narrando la experiencia brasileña de expansión de rentas y su vinculación con la salud).
¿Qué sabemos de cómo repercurtiría este
cambio de foco en la salud de las personas y las poblaciones? La
literatura sobre los efectos de una renta básica sobre la salud no es
muy prolija, aunque sí hay más datos sobre los beneficios para la salud
de poner recursos económicos en las manos de las personas que no los
tienen.
Recientemente fue publicada una revisión sobre “El impacto de las rentas mínimas en la salud poblacional: evidencia de 24 países de la OCDE”.
Esta revisión no habla de rentas básicas sino de rentas mínimas, pero
alguna de sus conclusiones pueden ser interesantes para ver por dónde
pueden ir los efectos de la expansión en cobertura y no-condicionalidad
de estas iniciativas. En el artículo se afirma que incrementos del 10%
en una escala de valoración de la “bondad” de la renta mínima se
relacionó con disminuciones de la tasa de mortalidad y con incrementos
de 0.44 años en la esperanza de vida; los ámbitos de impacto de estas
rentas mínimas en materia de salud que se mencionan en el artículo van
desde la disminución de la pobreza, la reducción del porcentaje de
población con necesidades médicas no cubiertas por motivos económicos,
la tasa de tabaquismo o la prevalencia de sobrepeso.
En relación con rentas no condicionales en 2014 la revista PLoS One publicó un artículo titulado “Impact of the non-contributory social pension program 70 y más on older adults’ mental well-being.”; en él se redactan las siguientes conclusiones:
“Estos resultados sugieren que una renta no condicional en personas mayores tiene un impacto más allá de la esfera económica, llegando a impactar incluso en el bienestar mental. Este efecto podría explicarse por los sentimientos de seguridad y bienestar producidos por la pensión. Es recomendable que los gobiernos inviertan en universalizar los programas de pensión no contributivas para asegurar una renta básica en las personas mayores”
Probablemente el experimento mejor
documentado en relación con los efectos sobre la salud de renta básica
no condicional de base individual fue el llevado a cabo a mediados de los años 70 en un pueblo de Canadá:
Dauphin, donde se observó cómo una renta individual, no condicional y
periódica disminuyó las consultas médicas por problemas de salud mental y
los ingresos por accidentes y lesiones. Estos resultados se han visto
refrendados por algunas experiencias y experimentos posteriores.
En un artículo recientemente publicado en el BMJ “A universal basic income: the answer to poverty, insecurity, and health inequality?” se aborda nuevamente este tema abundando en los ejemplos al respecto.
Si está bien documentado que la baja
renta, la desigualdad social y la inseguridad laboral se relacionan con
malos niveles de salud, parece lógico pensar que medidas encaminadas a
aumentar la renta, disminuir las desigualdades sociales y hacerlo de
forma no condicional, esto es, incrementando la seguridad al respecto de
la misma podrá tener un efecto positivo sobre la salud de la población.
El empleo no puede ser la llave que abra
las puertas de una vida digna, especialmente cuando el empleo es un
fenómeno probablemente en vías de extinción (o al menos de escasez).
Contradiciendo a lo que dijo la ministra de sanidad, servicios sociales e
igualdad, probablemente la mejor forma de garantizar la salud de la
población y la sostenibilidad social de nuestros servicios públicos sea
logrando que la gente no tenga que desempeñar trabajos de mierda para
poder acceder a los servicios públicos fundamentales.
(*) esta “legitimidad” es lo que hace que
el poseer el derecho a la asistencia sanitaria haya ido fluctuando
hasta llegar a cada vez más gente hasta que en el año 2012 se restringió
nuevamente y tomó un cariz mucho más ciudadanista, excluyendo a
aquellas personas en situación de irregularidad documental.
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